Sófocles en Santa Clara
A Electra le sienta bien el mar
Todos sabemos la ruta pedregosa y poceada que sobrellevan los teatristas del interior, que cuando se trata de un balneario empeoran: estacionalidad, entusiasmos invernales que se enfrían en temporada, deserciones, falta de reconocimiento, público errático, desinterés cultural… Si abrimos el libro de quejas llenaría más espacio que la biblioteca de Argentores.
Pues bien, desde el 2006 un grupo de dementes –lo que en el ámbito teatral es el mejor elogio—lleva a cabo una utopía poco a poco cumplida, trabajosamente, pero sin desmayo, y se llama Casa Azul. Después de cuatro años de su Escuela Municipal de Arte Escénico, una docena de obras estrenadas y un espacio íntimo y hospitalario a un tiempo, hoy podemos proclamar que palpita vida y proyectos a cuatro vientos. Los vientos marinos de Santa Clara, infinitos, arrasadores, omnipresentes. Cada llegada a término un parto, sí, doloroso pero esperanzado. Esperanzador. La reinauguración de la sala, ampliada, más cómoda que la anterior a pulso y costas de sus catecúmenos, demuestra cómo la voluntad mueve montañas aún en medio de los médanos.
El corazón de Lydia Orensanz, el talento de Jorge Ramírez Jar, los hombros de los actores, lograron un milagro veraniego, tan viejo como la Historia del Teatro, tan nuevo como el elenco. Electra de Sófocles: para los hombres de coraje (y absoluta locura) se hicieron las empresas.
No se extraña lo que no hay. Desapareció el coro, tal cual se suele operar con las representaciones modernas de los clásicos griegos. Ramírez extirpó también personajes secundarios, comentaristas y colaterales, debido a las paulatinas defecciones –pánico escénico, inseguridad, otras ocupaciones, lo natural de un conjunto semiprofesional—y constriñó el plantel a cuatro voces: Orestes, Clitemnestra, el Ayo y Electra. La disciplina no fue menor, sin embargo. Desafió a sus noveles alumnos a memorizar el texto traducido, gimnasia ciclópea en vista del original, pero es comenzar bien alto: una vez que se repite a semejante dramaturgo sin trastabillar se puede emprender cualquier aventura, que será juego de niños. Nada de trastos ni ambientación, cámara negra, el cuadrado despojado, la valentía de los actores sin referentes en qué apoyarse, y delante el espectador. Dicho de otro modo, no queda otra que actuar bien. Para eso se necesita convicción, excelente materia prima y un director dispuesto al equilibrio sobre la cuerda. Digámoslo pronto: Electra sale airosa, prácticamente perfecta.
Los compañeros de la protagonista, a quien dedicaremos párrafo aparte, verifican la sabiduría docente de la dirección, ésa que Ramírez aprendió del maestro Carlos Owens: lo menos que se diría de los intérpretes es su exactitud. Correcto el ayo, (Daniel Fernández), elocuente y medido el Orestes de Hernán Núñez, una Clitemnestra entre cínica y angustiada (Maru Fullaondo). Asistimos a su reestreno y después de un año, con su receso invernal, el homogéneo grupo sigue haciendo gambetas en una baldoza, ahora expertos sobre las cimas de un texto dificilísimo, que Ramírez adaptador respetó en su fraseología original traducida –otro guantazo para aprendices, los cuales se desplazan sin referentes excepto la cámara negra, a ciegas en la abolición del contexto, libremente y confiados, a esta altura capaces de cualquier cosa.
El papel central, en esta segunda versión –la bella y dúctil Sol Fernández encarnó a Electra la temporada anterior—se dejó en la pregnancia física de María de las Victorias Garibaldi, líder del Teatro Independiente Poquelín, que bajó de Misiones a la costa atlántica y se quedó, beneficiándonos a todos. Su cuerpo longilíneo, que sólo ella maneja de forma diestrísima, ya sorprendió en el monólogo Anita Garibaldi desde el 2006, y también por entonces, junto a su marido Rodríguez Brusa, volvió a impactar mediante Situación bajo control, inclasificable texto casi mudo donde funcionaba en la sintonía de la mímica. Como suele suceder con las grandes, María nació para el personaje, bien contenida en su histrionismo por la dirección, y a su vez estimulada: su presencia llena el escenario, lo desborda, intimida y al mismo tiempo conmueve.
Pero no debemos omitir el detalle en la puesta, ahora concentrada, lógico, al vestuario. Todos portan, en la semiblancura de sus togas, algún retazo sucio que los envuelve, asoma apenas o les cuelga del hombro o la cintura. Parece un trapo de pintor, y simboliza, como sin querer, la culpa y el crimen. Orestes tiene un pañuelo estampado, único rasgo icónico de alguna nobleza; la reina una imprecisa diadema y un brazalete a medias escondido; Electra es la más blanca y en realidad la más calculadora y vengativa. Mirémosles los pies. Solamente Clitemnestra lleva sandalias –el poder la sostiene, riqueza y/o seguridad; a Orestes y su asistente un esparadrapo mal anudado les cubre el empeine, mendigos de la suerte, extranjeros de plantas dañadas en su propia tierra. Electra descalza, porque en el fondo está desnuda, desposeída de herencia, de afectos, un odio puro hecho carne que la empuja a violar las leyes del amor filial. Ramírez, en fin, resitúa la escenografía a lo más privado y personal, la ropa, o su ausencia.
Electra, de Sófocles-Jar se abre al 2011 con grandes expectativas. Renació el Piccolo Teatro que tanto soñó, y sufrió, el viejo José María Orensanz, ahora en la ciudad que ayudó a concretar. Santa Clara debería sentirse orgullosa.
Gabriel Cabrejas